Mientras se toma su té de menta, mirando al Mar Mediterráneo, Johana reflexiona sobre todas las decisiones que la llevaron hasta allí, a 7.712 kilómetros de su tierra: un viaje al Amazonas, un ‘puertorriqueño de Chicago’, la venta de todas sus cosas en Colombia para vivir en el caos perpetuo de una estudiante de inglés en Estados Unidos, un flechazo con un extranjero, tres bodas, un embarazo en lo más crudo del invierno, un no rotundo a Tayikistán y una renuncia a una naviera. Como la de todos los migrantes que un día deciden dejar su tierra, esta es una historia increíble, llena de obstáculos y triunfos, con un presente feliz que se llama Nicolás y una vida en un país colorido y desconcertante.
Esta es la historia de Johana Tischler -antes García López-, una colombiana que vive en un pueblo al norte de Marruecos llamado Martil junto a su esposo y su hijo Nico, de 19 meses…Y no, les adelantamos que el puertorriqueño no es el papá de Nico, aunque sí una persona clave dentro de este cuento. Sin muchas intromisiones y en primera persona, Johana habla sobre su experiencia como migrante, su matrimonio intercultural y su maternidad en el extranjero.
De Bogotá a Chicago
La primera vez que salí del país fue con mi hermano, nos fuimos de mochileros por el Amazonas y llegamos a la triple frontera con Perú y Brasil. Ahí nos encontramos con un grupo de extranjeros, entre ellos un puertorriqueño de Chicago, el único con el que nos podíamos comunicar; intercambiamos contactos y quedamos como amigos de Facebook. Yo nací y crecí en Bogotá, estudié Comercio Internacional; trabajé en laboratorios, agencias de carga… Y eso era lo que hacía.
Un día, en una de esas crisis que uno tiene en la ciudad, que uno no sabe qué hacer con su vida, que no le gusta su trabajo, que está cansado de la inseguridad, de la polución, ¡de todo!, se me ocurrió que necesitaba hablar más inglés y empecé a buscar: en Miami, donde había estado con mi familia de vacaciones, sabía que todos hablaban español; Nueva York era una opción muy cara… Hasta que un día hablé con mi amigo, el puertorriqueño que nació y creció en Chicago, y me empezó a contar sobre su ciudad. Ahí me empecé a encarretar y duré seis meses buscando todo: dónde vivir, en qué podría trabajar y las escuelas en las que podría estudiar. Historia larga hecha corta: vendí todo lo que tenía, mi tío me regaló un tiquete, mi amigo y su familia me hospedaron durante un tiempo, y a los tres meses conocí a Thomas, mi esposo.
Flechazo multicultural… Y todo lo que implica
Johana y Thomas en su segunda boda en Chicago. Foto cortesía de Johana.
Fue una casualidad, yo realmente solo iba a estudiar por seis meses y no tenía planeado quedarme allá. Nos conocimos en un café; él habla español y trabajaba en un centro de reclusión de menores. En nuestra primera cita hablamos seis horas seguidas, como era verano anochecía muy tarde y cuando me di cuenta eran las ocho de la noche. De él me llamó mucho la atención que fuera tan organizado, tan puntual, y creo que lo que le gustó a él de mí fue un poco mi caos, y lo que en Colombia llamamos ‘malicia indígena’, esa forma de buscar soluciones a los problemas de todos los días. Nos complementamos.
Tengo la fortuna que él es una persona de mente muy abierta: vivió en China dos años, ha trabajado con hispanos, europeos… Tiene una visión muy amplia del mundo y le gustan las otras culturas. Como en todas las relaciones, a veces ha sido fácil, a veces difícil, es cuestión de irse adaptando el uno al otro y ahí están los retos, aunque las diferencias culturales a veces se notan mucho: por ejemplo, si mi hijo se cae yo le pregunto cómo está, cómo se siente; él le dirá “levántate, ¡sigue!”. Como describen muchas personas, a veces los americanos son un poco fríos, ¡y yo soy todo el sabor y el amor caribeño!
En cuanto a las familias de ambos, no hay mucha relación: los unos no hablan inglés y los otros no hablan español. Nos casamos tres veces: la primera en la corte, en Chicago; la segunda también allí, con su abuela que es muy mayor y el resto de su familia, fue una reunión muy americana en la que yo casi no conocía a nadie: de 70 invitados, ¡5 eran míos! La tercera vez fue en Bogotá con mis amigos y familiares. La diferencia de ambientes y de música fue muy interesante.
“La aventura de ser mamá es probablemente la mejor aventura de mi vida”
Johana, Nico y Thomas en Rabat, Marruecos. Foto cortesía de Johana.
Viví todo mi embarazo en Chicago, con las dudas de una mamá primeriza que además vive en un país donde se habla otro idioma y no siempre entendía muy bien cuando iba al médico, aunque en realidad siempre me sentí muy respaldada y la atención fue de primera. ¡El embarazo es una etapa tan extraña en la vida de una mujer!.. Al principio no quisimos decirle a nadie, en caso de que las cosas salieran mal: a mi familia le avisamos a los seis meses y casi se desmayan, lloraron y todo… La familia de mi esposo también celebró, aunque a su manera, pero todos estábamos muy contentos.
Cuando estaba embarazada yo era mesera, no le había dicho a mi jefe y trabajé hasta los siete meses: recuerdo un día que me tocó trabajar como quince horas, embarazada; pensando en el niño, en la plata, ¡en todo! El cansancio, el dolor de pies… Pero lo peor fue que estábamos en invierno, en esa época no tenía carro entonces me tocaba salir a tomar el tren, luego tomar otro tren y luego tomar el bus; con chaqueta y botas y toda la ropa… Ahora que lo pienso, eso fue lo más duro.
De Chicago a Martil (sin pasar por Tayikistán)
Mercado de Marrakech, Marruecos. Foto cortesía de Johana.
Llevaba muchos años buscando el trabajo de mis sueños en Estados Unidos, así que después de tener al bebé tomé la decisión de seguir trabajando. En ese momento estaba un poco preocupada por mi inglés, pero apliqué a una naviera, ¡y me aceptaron! Estaba contenta, pero yo sabía que la felicidad y la rutina no me iban a durar mucho tiempo. Para vivir en una ciudad tan cara como Chicago se necesitan dos ingresos; los dos trabajábamos mucho y básicamente veíamos al niño dos horas al día. Además, teníamos todo el estrés de la logística, porque a pesar de que la familia de mi esposo vive allí, cada uno está en su vida, con su familia: por ejemplo, si hubiéramos vivido en Colombia y le pido a mi tía que me haga el favor de recoger al niño, ella seguro lo hace, y si no puede se lo dice a la abuela, pero en Estados Unidos no pasa así. Llevábamos un ritmo de vida muy acelerado, así que un día mi esposo, que es profesor de inglés, aplicó a un programa con el Departamento de Estado y, como decimos en Colombia, ‘¡salimos favorecidos!’
El programa es como una misión diplomática en la que envían profesores de inglés a todos los lugares del mundo; o sea, uno aplica y ellos dicen “ok, de acuerdo a sus capacidades usted se puede ir a equis país”. Nuestra primera opción fue Tayikistán, pero como yo ni siquiera sabía dónde estaba ese país, había empezado en el trabajo por el cual había luchado tanto y no me llamaba la atención dejarlo todo por irnos a Tayikistán, decidimos negar la opción. Como el proceso es largo pensamos que tendríamos que esperar un año y medio para que nos propusieran otra opción, pero a las tres semanas nos salió lo de Marruecos y claro, ¡yo sabía mucho más de Marruecos que de Tayikistán! Empezamos a investigar, teníamos cinco meses para viajar, así que pudimos arreglar todos nuestros asuntos antes de irnos y así fue.
La vida en Marruecos
La crianza tricultural implica muchos viajes. Aquí en Chefchaouen, conocida como ‘la perla azul de Marruecos’. Fotos cortesía de Johana.
Este país es realmente hermoso; me acuerdo que yo lo asociaba con el desierto, con una arquitectura muy característica, con sus azulejos… También se me hace muy parecido a Colombia, pues es un país muy rico, lleno de recursos naturales, de gente amable y comida deliciosa, pero viven en un retraso cultural que a veces es impresionante. Nosotros vivimos muy cerca de Europa en un pueblo que se llama Martil, en la costa del mar Mediterráneo, tenemos un buen clima, comida fresca y súper barata porque alrededor cultivan de todo. Desde que llegamos, hace unos meses, estamos descubriendo cosas nuevas cada día, adaptándonos; al principio para mí lo más difícil fue no comer carne roja.
También hemos tenido la oportunidad de viajar mucho y nos hemos dado cuenta de que el país está dividido en tres o cuatro partes; al norte es mucho más europeo, la gente se viste de la forma occidental y hay muchos extranjeros. Donde estamos la mayoría de gente mayor habla español porque Martil fue protectorado español, pero al sur del país es otra historia completamente diferente y hablan francés. Este es un país con una cultura muy interesante porque en la escuela aprenden árabe clásico pero ellos al norte tienen su propio dialecto que se llama Dariya y que es diferente del árabe; en la escuela también aprenden francés, entonces una persona de aquí puede hablar árabe, dariya, francés y español como parte normal de su vida.
Martil o ‘Río Martín’ era el mayor puerto de piratas y corsarios del Mediterráneo. Ya en tiempos del Protectorado de España en Marruecos se convirtió en puerto ballenero, lo que de alguna forma sirvió para que fuera el primer pueblo de África con ferrocarril.
Lo que más me gusta es levantarme todos los días y ver este maravilloso mar. Yo crecí en Bogotá, nunca me hizo falta el mar, no me gusta la arena, pero ver la tranquilidad que inspira el color y ver su movimiento es maravilloso. Lo que menos me gusta son algunas cosas que he ido descubriendo de la religión y que a veces no me caben en la cabeza: ahora estoy trabajando con una comunidad de mujeres en situación vulnerable, ellas son inmigrantes dentro de Marruecos, son una especie de desplazadas, hay muchas divorciadas o madres solteras, que para esta cultura es grave porque el Corán las condena. Básicamente impartimos talleres de empoderamiento, pero es un proceso muy largo porque muchas no saben leer o escribir, hay una traductora de Dariya y así nos comunicamos. Intento descubrir por qué las mujeres, siendo tan importantes, cumplen un papel tan pasivo en esta cultura.
Criar a un hijo en tres culturas: lo bueno y lo malo
Nico y Johana en Marrakech, Marruecos. Foto cortesía de Johana.
Sinceramente pienso que no hay nada malo. Lo mejor, sin lugar a dudas, son los idiomas: yo le hablo en español, el papá le habla en inglés y en la casa hablamos como en spanglish todo el tiempo. En la escuela está aprendiendo un poco de árabe y francés, y aunque ahora mismo creo que no se ven mucho los frutos, espero que en el futuro le guste aprender idiomas. Él tiene la posibilidad de ver el mundo de forma diferente; es un niño que está acostumbrado a andar en en bus, en carro, en tren, en barco, ¡en lo que sea! y no le pone problema nada, porque en estos últimos años hemos estado andando por todos lados.
“Las raíces colombianas se mantienen comiendo arepa”
Yo estoy orgullosa de mis raíces, entonces así como un día puede estar conmigo y escucha salsa, bailamos, comemos arepa, hablamos en español y llamamos a la abuela; al otro día habla con su grandma y escucha la música que le gusta al papá. Esas mezclas y esos cambios son completamente normales para él.
Contrario a otros países aquí no hay ninguna comunidad colombiana; que yo sepa, somos tres en el norte del país: una está casada con un español que trabaja en política, otra es profesora de español en Tánger, una ciudad cerca de aquí, y estoy yo. Realmente no es muy común ver a un latino, de hecho otro de mis trabajos es enseñar español y cuando me ven son como impresionados de que una persona que no sea de España hable español. Así de cerrada puede ser la mentalidad de las personas de aquí; de todos los países del mundo, solo piensan en ir a España o a Francia: no existen más países, no existen más personas, no existen más formas de ver la vida, no existe nada más.
Maternidad y paternidad en Marruecos
Desde el punto de vista de la maternidad cada día estoy aprendiendo, tolerando y adaptándome. Por ejemplo eso de las guarderías no existe, hay una que otra, y es porque de acuerdo a sus creencias y a su cultura las mujeres tienen que quedarse con los niños criándolos en la casa, entonces eso de que una mujer deje a su hijo en una guardería para que lo cuide otro es un acto de egoísmo absoluto. ¡Claro! Yo soy colombiana a mí me enseñaron que las mamás cuidan a sus hijos y están con ellos veinticuatro horas, da la vida por ellos y se olvida de sí misma, también es parte de nuestra cultura, pero afortunadamente yo tengo un esposo que ve un poco más allá de la situación y un día me dijo: “necesitamos que tengas tiempo para ti, en soledad, para dormir, para ver el mar, para lo que quieras”, pero uno de mamá siempre se está manejando entre la culpa y la no culpa.
Nos pusimos en la tarea de buscar una guardería y fue un asunto súper difícil, ¡porque casi no hay! En algunas les pegan a los niños, además no sé si es por ser un pueblo mediterráneo pero los horarios son muy diferentes: la gente se levanta a las once de la mañana, almuerza a las cuatro de la tarde, se acuesta a las doce de la noche, y mi niño ya venía con una rutina muy diferente, así que nos hemos tenido que adaptar, pues en el colegio ni siquiera le calentaban la comida y tampoco hay camas para que haga la siesta.
Choques culturales parentales
Mientras en Estados Unidos no está bien visto hablar o tocar a niños ajenos, en Marruecos los alzan, los besan y “todo el mundo tiene que ver con ellos”. Foto cortesía de Johana.
Aquí las mamás son las que llevan los niños al parque, los papás no se ven nunca jamás, porque según lo que he podido percibir -tal vez estoy equivocada- es que las mujeres están en casa o trabajando y los hombres van al café por horas y horas y horas. Lo que pasa es que nosotros usualmente llevamos al niño al parque los dos, pero nos dimos cuenta de que si Nico salía a correr y Thomas iba detrás de él, las mujeres se sentían incómodas de tener un hombre alrededor. Al principio entender eso fue súper difícil, pero para ser respetuosos con la cultura, si vemos que hay muchas mujeres, él se queda en un sitio y yo corro detrás del niño.
Otra cosa interesante es que las mujeres andan en grupos: uno ve a la hija, a la mamá, a la hermana y a la tía con un séquito de diez niños alrededor, entonces entrar en esos grupos realmente es muy difícil tanto para mí como mamá, como para Nico, porque los niños también tienen su grupo, y aunque él se mete y patea el balón, jugar con otros niños es difícil para él.
También hemos percibido que quienes hablan otro idioma son los hombres; por ejemplo los hombres mayores hablan español por el protectorado español que hubo aquí, pero las mujeres no, unas ni siquiera saben leer ni escribir, así que nunca me he podido comunicar con una mamá marroquí. En cuanto a los papás, recientemente salimos con uno de los compañeros de Thomas y cuando mi esposo fue a cambiarle el pañal a Nico, me dijo: “¿estás segura de que él puede hacer eso? Porque yo tengo una niña de tres años y nunca lo he hecho”. Tolerar ese tipo de cosas a veces es un poco difícil.
Sin embargo, algo que me parece muy bonito es que aquí aman profundamente a los niños. Si vamos a un restaurante y ven a Nico, la cajera deja de estar haciendo lo que sea para irlo a besar. Eso para mí al principio fue un gran choque porque en Estados Unidos ni los miran, ¡y mucho menos los tocan! En Chicago, en el parque, cada uno es responsable de su hijo y si se cayó pues a nadie le importa, pero aquí es una cosa impresionante, todo el mundo tiene que ver con el niño; si vamos caminando le dan una fresa, el otro le da una papa, el otro una galleta; lo alzan, lo besan, le besan las manos y dicen algo así como “dios bendiga al niño”, y todo es así, muy cercano.
Como la de Johana, hay muchas historias fascinantes sobre la crianza de los hijos en el extranjero. Si eres una mamá o papá colombiana/o en el exterior y quieres compartir tu aventura escríbenos a manuelaopineda@gmail.com. En Vínculos creemos que es muy importante visibilizar nuestras experiencias como migrantes.
Escrito por: Manuela Osorio Pineda